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A lo largo de la historia el interés que se cobra al dinero prestado, ha sido mucho más que un simple cálculo financiero.
Es un parámetro que muchos macroespeculadores seguimos de cerca porque ha sido el termómetro de nuestra relación con el tiempo y el futuro.
Al valorar hoy lo que podremos disfrutar mañana, condicionamos nuestras sociedades.
El autor Edward Chancellor lo llama “el precio del tiempo”. Un concepto con el que titula su libro, donde nos explica como poner un valor al tiempo con los tipos de interés.
Algo que ha atravesado códigos de ley, dicotomías morales, innovaciones contables y crisis planetarias, hasta llegar a un presente inédito en el que incluso terminamos viviendo lo nunca visto: tipos de interés negativos que desafían nuestra comprensión de la economía.
Pensad que en la antigua Mesopotamia, hacia el 1800 a. C., los préstamos agrarios ya cargaban intereses muy elevados, de hasta un tercio del capital prestado al año.
Cuando el rey Hammurabi legisló en torno al 1750 a. C., no solo fijó techos para esos tipos (evitando la asfixia económica del agricultor), sino que también estableció sanciones drásticas a quien se excediera.
Estas primeras regulaciones en la historia sobre los tipos de interés puso de manifiesto una lección económica…
Que un tipo de interés demasiado alto llevaba a descontento y desorden, pero interesantemente, uno demasiado bajo apagaba las ansias tanto de prestar dinero como de invertir o arriesgar nuestro capital en cualquier activo.
Podríamos decir que esto fue el nacimiento de la tensión de una cuerda que tiramos por los dos extremos…
En un extremo hay el precio, y en el otro el tiempo.
La gestión de los tipos de interés es equilibrar estas dos partes.
O sea en esencia es equilibrar el incentivo al ahorro a la vez que hay una necesidad de impulsar la actividad económica.
Los intereses del dinero en Mesopotamia eran puramente prácticos, pero si avanzamos unos cuantos miles de años más, fijaros que en Grecia y Roma los intereses hasta cogieron una carga moral.
Filósofos como Aristóteles los etiquetaron de “antinatural”.
Alegando que eso de pedir un “extra” al dinero prestado era como dinero que engendra dinero sin producir valor real. Algo totalmente inmoral.
En Roma, aún con fuertes prejuicios éticos contra la usura (es decir, los intereses muy elevados), los mercaderes comenzaron a hacer distinciones entre tipos de interés legítimos y usura pura (excesivos).
En el sentido de que cuando un banquero rompía el tabú y pedía demasiados intereses por un préstamo, podía quedar expuesto a multas pero también a una muy mala reputación social.
Estamos hablando de Imperios que no dejaban de crecer en todos los aspectos, y la red comercial mediterránea cada vez exigía más crédito para financiar todo ese sueño: rutas, talleres, naves…
Esa tensión entre moral y negocio, entre condena pública y práctica privada, hizo que “hecha la ley, hecha la trampa”. Se inventaron formas de burlar prohibiciones sobre los tipos de interés siendo un poco zorrudos y no levantar mucho las voces cristianas.
Porque la Iglesia católica había etiquetado los intereses altos de, atención… pecado.
De hecho entrando en la Edad Media la prohibición de demasiados intereses fue aún más extrema.
El mismo Concilio de Letrán de 1139 condenó a los prestamistas y les negó la comunión, pero como os decía, nunca se ha visto tanta creatividad como un comercial o emprendedor que quiere burlar la ley para que su negocio florezca.
Así que para sortear estas condenas, se creaban contratos como la llamada commenda.
Un acuerdo que transfería riesgos y beneficios de manera encubierta.
Y no era lo único porque se crean sociedades comanditarias, donde el socio gestor aportaba trabajo y el socio capitalista, dinero.
De hecho fue así como se financió el comercio de especias y metales por toda Europa sin violar (al menos públicamente) el control de la iglesia sobre los tipos de interés.
Gracias a este crecimiento, las repúblicas italianas dieron un salto cualitativo.
Los comerciantes inventaron la letra de cambio: un documento que reemplazaba al oro y la plata porque era como un cheque que permitía pagar en otro lugar y en otro momento. Así, evitaban llevar dinero en sus viajes y se protegían de robos.
Algo que fue… bueno. Como las cryptos hoy en día.
En este boom, se crea la contabilidad por partida doble (consiste en anotar dos veces cada operación: lo que se gasta y lo que se recibe, para que las cuentas siempre cuadren), haciendo que las familias bancarias pudieran medir riesgos, repartir beneficios y extender mucho más crédito a más gente porque ahora la contabilidad era mucho más exacta.
De hecho la cúpula de Brunelleschi se financió así.
Con fondos prestados y garantizados por cartas de crédito que cruzaban Europa y financiaban artistas, príncipes y mercaderes por igual.
Pero claro, todo tiene un fin.
Y al igual que en las cryptos hoy que ya nos llegará nuestro día, la euforia y los excesos no tardaron en llegar.
El siglo XVII fue testigo de la primera gran inflación monetaria en Europa, causada por la abundancia de metales preciosos procedentes de América.
Reinos en guerra estiraron sus arcas con deuda pública, lo que llevó a Inglaterra a fundar en 1694 el Bank of England: un banco que financiaría la corona a cambio de emitir papel-moneda respaldado por deuda a interés fijo.
Pero aquel experimento, pionero en crear un banco central, encendió la mecha de la mala especulación.
En 1720, la burbuja de los Mares del Sur estalló cuando la South Sea Company vio disparar el precio de sus acciones y luego caer en picado, arruinando a nobles, banqueros y funcionarios.
Fue la primera gran lección moderna en la que muchos aprendieron a las malas que sin confianza y sin regulaciones adecuadas, las promesas de rentabilidad podían llevar a la ruina para toda la sociedad.
En medio de este caos es cuando surgieron las grandes teorías clásicas.
Adam Smith, en 1776, describió el interés del dinero como el punto de equilibrio entre ahorro e inversión, y dignificó al “acumulador capitalista” como motor del progreso.
Jean-Baptiste Say decía que producir bienes genera ingresos y, por tanto, crea demanda automáticamente; así, la posibilidad de acceder a préstamos depende de que existan proyectos donde invertir con buenas ganancias.
Thomas Malthus temía que un crecimiento de la población demasiado rápido, combinado con poco capital disponible, haría subir mucho los intereses y frenaría el desarrollo, dejando a los trabajadores atrapados en la pobreza.
Todas fueron ideas que generaron debates muy intensos tanto en universidades como parlamentos terminando a llevar a ciertas reformas económicas para intentar controlar cada uno de estos escenarios catastróficos.
Pero a partir de este punto parece que a la sociedad le empezó a molar esto de pedir dinero prestado.
Por esto en el siglo XIX, con la revolución industrial, se vivió una fiebre de expansión crediticia.
Londres y París se convirtieron en plazas donde los bonos estatales e industriales fluían sin control.
La construcción de ferrocarriles atrajo flujos aberrantes de capital, y la expectativa de ganancias rápidas llamó el interés de inversores de todo tipo.
Pero los ciclos de auge y quiebra se hicieron moneda corriente: la fiebre ferroviaria británica de los 40, el pánico financiero de 1857 en Nueva York o la crisis de 1873 en Viena mostraron que la inexperiencia y la euforia especulativa podían derrumbar imperios crediticios en semanas.
Cada estallido recordaba la advertencia clásica: prestar a bajo interés alimenta la manía, pero retirar el crédito de golpe puede provocar un colapso aún más doloroso.
Mirad aquí como este factor es algo de lo que ya hemos hablado en el boletín. Concretamente en el #3 donde hablamos de los 3 tipos de épocas o cestas de políticas de la FED según la rapidez en la que se incluyen o sacan los tipos de interés.
Nos podemos imaginar entonces que hubo un factor o activo constante que proporcionó estabilidad a cambio de rigidez y menos ganancias rápidas… y en efecto: este factor estabilizador fue el oro.
Desde finales del XIX, las grandes potencias fijaron sus monedas a una cantidad determinada de oro. Algo que hizo que así se mantuvieran los tipos de interés relativamente bajos alineando los precios internacionales.
Pero una deflación (lo opuesto a la inflación, es decir, cuando bajan las precios), se convirtió en una arma de doble filo: los bienes eran más baratos, pero como la deuda debía pagarse en sumas fijas, se volvía cada vez más difícil de pagar, especialmente si la economía no crecía o los ingresos de los deudores no aumentaban.
Entonces en 1925, Churchill intentó que Gran Bretaña volviera al patrón oro tras la Primera Guerra Mundial, solo para descubrir que el alto desempleo y la caída de salarios lo hicieron políticamente inviable.
Aquí aparece John Maynard Keynes con su teoría de la preferencia temporal y la demanda de dinero como reflejo de la incertidumbre futura.
Keynes decía que la tasa de interés no era un precio “natural” salido del libre mercado, sino un instrumento que los gobiernos podían y debían ajustar para mantener el pleno empleo y moderar ciclos económicos.
Por esto su propuesta de intervención fiscal y monetaria (incluida la idea de un “tipo de interés de pleno empleo”) revolucionó la política económica de posguerra y sentó las bases del Estado de bienestar en Occidente.
Este “tipo de interés de pleno empleo” es una manera de definir la tasa de interés “justa” para que todos los que quieran trabajar tengan trabajo.
Podríamos decir que es a partir de aquí que la sociedad dice “h’stia, pues si que tiene impacto esto de los intereses, ¿no?”
En 1944, en Bretton Woods, se consagró un orden monetario en el que el dólar se ataba al oro y las demás monedas al dólar.
Durante las décadas de 1950 y 60, la inflación fue baja y el crecimiento alto, un equilibrio que parecía inquebrantable en ese momento, pero cuando en 1973 y 1979 los precios del petróleo se dispararon, los tipos de interés reales cayeron en picado y los bancos centrales perdieron credibilidad.
La ruptura definitiva con el patrón oro llegó con Richard Nixon en 1971, cuando suspendió la convertibilidad del dólar en oro. Desde entonces, las monedas han fluctuado libremente, y la Reserva Federal, bajo Paul Volcker, aplicó a principios de los 80 agresivas subidas de tipos (llegando casi al 20% en EE. UU) para domar una inflación de dos dígitos.
¿Os acordáis del “Volcker Shock” que hemos mencionado en el boletín?
Volcker tuvo que domar la super inflación de los 80, pero como aprendimos aquí, en realidad ese pico de inflación tenía que llegar igualmente por los ciclos de 54 años inflacionarios.
Era inevitable, y en el fondo, Volcker, que sería como Powell de la FED ahora, lo único que hizo fue… estar ahí.
Esta narrativa hizo que se consolidara la idea de la necesidad de bancos centrales como entes independientes para que así hubiera confianza en la moneda.
Algo que, bueno… Se fue al garete 2 décadas más tarde con la Gran Recesión de 2008.
Una crisis que mostró los límites de la política convencional.
Con los tipos de interés oficiales próximos a cero, la Fed y el BCE implementaron compras masivas de activos (el llamado QE: quantitative easing) y prometieron mantener los tipos bajos durante años para impulsar el crédito y el consumo.
El resultado fue un entorno de tipos reales negativos a largo plazo en las grandes economías, una anomalía histórica que reabrió el debate: ¿son esos tipos de interés bajos señal de un exceso de ahorro y una falta de inversiones rentables, o anticipan un estancamiento secular irreversible?
Aquí como somos unos ninjas de la vida sabemos que en la sociedad actual lo difícil es ahorrar, o sea que esos tipos negativos difícilmente era por un “exceso de ahorro”.
Algo que vimos claramente en países como Japón, Suiza o Alemania que entraron en tipos de interés negativos.
Un escenario extraordinario donde los ahorradores reciben penalizaciones por guardar su dinero en el banco, y los márgenes bancarios se erosionan.
Por esto Edward Chancellor en su libro nos decía que considerar unos tipos de interés ultrabajos por parte de los Bancos Centrales como un nuevo estándar es un error enorme.
¿Por qué? Pues porque distorsionan la asignación de capital, generan burbujas de activos y disminuyen el margen de maniobra ante futuras recesiones.
Por esto hoy, más que nunca, el precio del tiempo se revela como un elemento central de nuestra convivencia económica: determina la rentabilidad de los proyectos, la viabilidad de las deudas públicas, la salud financiera de los hogares e incluso la distribución de la riqueza entre generaciones.
Nos recuerda que postergar el placer incurre en un coste y que financiar el presente con la promesa del mañana tiene riesgos.
Cuando los tipos de interés rozan o superan límites históricos (al alza o a la baja) descubrimos las fisuras de nuestro sistema y las tensiones morales que lo atraviesan.
Sin importar que sean los tablones escritos de Mesopotamia como las pantallas de los algoritmos de trading, parece que los tipos de interés siempre han estado con nosotros.
Siempre se ha pedido prestado y este préstamo siempre ha tenido un precio, por esto algunos se pueden preguntar si los tipos de interés siempre nos acompañarán en nuestro camino como, ya no macroespeculadores, sino como miembros de la sociedad que quieren ahorrar.
La respuesta de Chancellor es clara: el interés, en alguna forma, siempre existirá, porque somos seres que viven a caballo entre la urgencia del instante y la esperanza del porvenir.
Entender su historia no es un ejercicio académico sino más bien una brújula para no naufragar cuando el mercado se contrapone a la ética, cuando el ahorro escasea o desborda, y cuando el futuro, por malo que parezca, depende precisamente de cuánto estemos dispuestos a pagar hoy por posponer nuestras gratificaciones.
Si has leído hasta aquí será porque realmente te importa avanzarte a los cambios que están por venir, revelados por los análogos históricos.
Entonces te interesará mirar en la descripción para unirte a una comunidad de 1000 ninjas de la vida, con reuniones de mercado semanales, pero también indicadores macrotécnicos únicos en el mercado para operar bajo la psicología de masas o detectar los mínimos de mercados.
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